*Y un homenaje a Raymond Chandler
Si dijese que el siguiente relato ha sido inspirado en Raymond Chandler, sería hacerle un flaco favor al escritor, porque yo no soy más que una simple mortal que utiliza las palabras como buenamente puede. Y él era un genio construyendo diálogos, y recreando atmósferas. Era clarividente, y sigue siendo tan actual como el mismo 2017. Su novela El largo adiós debería ser hasta prescrita por los médicos. Pero lo que sí que hay es una buena voluntad de rendir tributo a mi adorada novela negra, y al cine negro. Yo crecí en una época donde en la televisión todavía se ponían título míticos como El halcón maltés, El sueño eterno, La mujer del cuadro, Cara de angel, etc. y se daban ciclos dedicados a dicho género y a actores como Humphrey Bogart (uff! como lo echo de menos). La lectura vino después.
Lo que a continuación publicaré no es más que un divertimento. No hay que buscarle ningún valor literario. Solo una forma de homenajear a un género que me encanta. Y por extensión a Chandler y a su Philip Marlowe, aunque él situaba la acción de sus novelas en Los Angeles y no en New York (como es mi caso), y el verdadero Marlowe nunca hubiera aceptado el típico caso de divorcio. Mi particular Marlowe sí que lo hace porque sino no tendría forma de sobrevivir.
Les invito a que viajen en el tiempo, a una época donde lo blanco y negro era la mejor combinación de colores.
Este relato empieza con el sonido de un saxo pendiéndose entre las calles de New York...
Cuando aquella mañana tocaron a la puerta me disponía a salir por la parte trasera del edificio. Hacía más de un mes que no pagaba el alquilar al casero, y éste ya había empezado a dar señales de impacientarse. Pero los negros nubarrones que asomaban por el horizonte me hicieron desistir. De nada serviría retrasar el pago si además pillaba una buena pulmonía. Así que con mi mejor talante abrí la puerta. Y allí estaba aquella mujer de aire aristocrático, con ropas caras, piernas muy largas y ojos perversos. La hice pasar y sentarse. Le ofrecí algo de beber. Rehusó. Me ofreció un cigarro de su pitillera de oro. Lo cogí. Me habló de su marido, que la engañaba, que quería cogerlo in fraganti. Un caso rutinario.
El trabajo era fácil. Comencé a seguir aquel hombre, que no parecía relacionarse con ninguna mujer. Así pasaron varios días, hasta el punto que empecé a pensar que se trataba de alguna broma. Una broma que me haría ganar unos bonitos dólares. De pronto todo cambió. Una tarde, él cogió el coche hasta las afueras de la ciudad. Estuve horas y horas apostado delante una casa donde había entrado. Llovía intensamente, y empezaba a oscurecer cuando llegó otro coche, del cual salió una mujer que no pude ver bien. Me acerqué sigiloso, cuando sonó un disparo, y la mujer salía corriendo por la puerta de atrás. Entré en la casa. El hombre bien hubiera parecido que dormía, a no ser por la mancha de sangre que empapaba su traje. Llamé a mis amigos, los de homicidios, que me retuvieron un par de horas, hasta que se convencieron que yo estaba limpio y me dejaron marchar.
Me dirigí al domicilio de mi clienta. Ella ya conocía la noticia. Fingiendo su dolor se despidió de mí, y me dijo que pasaría por la oficina a pagarme. Lo que no le dije es que durante mi estancia en la casa había reconocido al fiambre, y a estas alturas sabía que para nada era su esposo. El presunto maridito de la muñeca era Richard T. Cunningham, un magnate de los diamantes. Y la damita que jugaba a ser la engañada, era su amante. ¿A qué estaba jugando?.
Volví a mi oficina deseando echar un trago. Llevaba muchas horas despierto y encima no había parado de llover, y mis ropas estaban húmedas. Me disponía a entrar cuando un ruido seco me frenó. La puerta se encontraba entreabierta. Saqué mi colt, y me disponía a entrar, pero no llegué a hacerlo. Un derechazo maestro me noqueó y me tumbó dando con mi cabeza en la pared de enfrente. Quedé sin sentido.
Creo que fueron los truenos los que me despertaron. Estaba oscuro y en silencio. Me levanté aturdido y a tientas logré entrar en la oficina. Como había supuesto la habían registrado y todo estaba revuelto. Cogí hielo para un vaso de whisky y mi ojo, y me senté. De repente, un fogonazo de mi memoria me hizo poner en pie. Recordé como en la primera visita, la doña se había acercado a una pequeña vitrina donde guardaba algunos cachivaches de la época en la que serví en la guerra, haciéndome preguntas sobre los mismos. La vitrina estaba intacta. Pero algo no estaba como siempre. Un extraño objeto de cerámica figuraba entre mi valiosa colección de arte. Lo cogí. "Así qué era esto a lo que viniste, encanto" y lo estrellé contra la mesa. De su interior aparecieron unos cuantos diamantes. Los llamados "Estrellas de Oriente", los más caros del mundo. Tomé la mercancía, y con ella, si hubiera sido listo, me podía haber marchado a Brasil, pero en cambio me fui directo a la policía.
Al día siguiente aparecía, en todos los periódicos, la noticia de que una banda de ladrones había sido atrapada. Lo que no decían era que la supuesta mujer y amante de Richard T. Cunningham, que pertenecía a la banda, lo había traicionado para robarle los famosos diamantes. Y después la dama había estafado a la banda y había matado al magnate. Sí, ella siempre había sido el personaje misterioso de mis pesquisas. Eso se silenció. Alguien debió pagar mucho dinero a la prensa porque, al fin al cabo, la femme fatale pertenecía a la alta sociedad neoyorquina. En algún momento se debió cansar de acudir a sus sobrias fiestas y decidió invertir su aburrida vida en algo más emocionante.
Había parado de llover, y un tímido sol asomaba entre las nubes. Mi mejilla y ojo lucían un bonito color morado mejorando sensiblemente mi perfil bueno de la cara. Y en mi bolsillo había una suma de dinero lo suficientemente importante para poder regalarme una alegres vacaciones. Tal vez en Méjico o Cuba. Pero antes debía resolver esa partida de ajedrez que llevaba un tiempo esperándome.
Jaque mate.